Cine monocromo
“A mí es que las películas coloreadas, como Robin
Hood, me parecen horribles”, espetó el interlocutor. Se creó el silencio
durante un instante. El siseo de la ganancia del micrófono aumentaba por
segundos. El mutismo del presentador anunciaba una lección de proporciones
académicas, como tantas y tantas veces en las que los espectadores como yo
esperábamos con expectación la fractura del guión, provocada por una pasión
desmedida por el séptimo arte y un respeto dudoso a la audiencia. Carlos Pumares
no tardó en responder, aunque esos momentos fugaces a veces se hacían eternos, y
con su voz desgañitada por la ira desatada, respondió con incredulidad teatral
a las palabras del oyente, y entre riña y sorpresa, le recordaba al avergonzado
protagonista de la llamada que Robin Hood no era una película coloreada…ni
mucho menos, fue la primera película de la Warner Bros filmada en Technicolor.
Así de entretenido y didáctico era el programa radiofónico “Polvo de
Estrellas”, conducido por el polémico y versado presentador.
¡Cuántas horas de sueño me robó el señor Pumares!
A mí y a mi hermana, quienes luchábamos cada noche con Morfeo en una batalla
perdida de antemano, escuchando de madrugada los especiales del otrora crítico
de cine, sacrificando nuestras horas de sueño a pesar de todo…Aprendí mucho de
su programa, aunque no compartiera a veces la severidad con el público que, por
otra parte, gozaba de una vis cómica a la que me volví adicto. Yo aprendí esa
noche que Robin Hood, el clásico de Errol Flynn, no era una película coloreada,
sino que sus llamativos verdes, rojos y azules eran fruto de las primeras
producciones filmadas en Technicolor, saturadas en exceso, dignas de un HDR
actual al seguir los mismos principios de mezcla aditiva de fotogramas.
Pero la transición del blanco y negro al color no
fue tan traumática como la del cine mudo al sonoro y las productoras adoptaron
con decisión (a pesar del enorme coste que suponía el recién nacido
Technicolor) el paso al rojo, verde y azul. Si no llega a ser por esto, Judy
Garland habría vestido zapatillas plateadas en lugar de rubí en la emblemática El Mago de Oz (Victor Fleming, 1939),
pero el guionista Noel Langley consideró que el llamativo color carmesí destacaría
mucho más frente al tono amarillo de la calzada. Probablemente no imaginaría la
importancia que su decisión tendría años más tarde y que convertiría los
llamativos zapatos con lazo en un icono del cine.
En aquella época de glamour colorista todos los
directores de fotografía querían sumarse al atractivo mundo que el celuloide
era capaz de reproducir. Paisajes, miradas, vestidos…todo parecía adquirir un
nuevo sentido al proyectarlo en su color “natural”, pero también existían
detractores de la nueva tecnología, como las tempranas tentativas de un
prehistórico Technicolor bitonal de El
Pirata Negro (Albert Parker, 1926). Su director comentó en una famosa
entrevista que rodar imágenes en color era como “putting lip rouge on Venus de
Milo”… ¿qué habría pensado cuando comenzó la moda kitsch de colorear películas
originales en blanco y negro?
La elección de color de la película no era algo
ocioso ni fútil. La batalla tecnológica por ampliar la gama cromática del cine
había comenzado mucho antes de La feria
de la vanidad (Ruben Mamoulian, 1935), considerada la primera película en
color de la historia del cine. Aquellos intentos rudimentarios por mejorar la
paleta cromática del celuloide habían logrado discretos pero históricos
proyectos que quedarían en la memoria colectiva del séptimo arte. Ya en la primera
década del siglo XX, en los albores del cinematógrafo, existieron intentos por
colorear la imagen, como la técnica del estarcido con la que se pintaba a mano
cada fotograma de la película aunque, claro está, con una reproducción de
colores mucho más reducida que la permitida por el Technicolor. Películas como La vida y la pasión de Cristo (Ferdinand
Zecca y Lucien Nonguet, 1903) hicieron gala de este procedimiento, con un
resultado forzado pero increíblemente sugerente para la época.
El coste de una película en color era cuestión de
debate para la productora, que tenía que arriesgar importes millonarios (2
millones de dólares en el caso de Robin
Hood, por ejemplo) o cautivar la atención de los espectadores con la nueva
moda que, durante las décadas de los 30, 40 y 50 se reservó para los grandes
estrenos. De los años 60 en adelante la mayor parte del cine que se rodaba era
en color, gracias al abaratamiento de los costes de producción. Surgieron nuevas
compañías, como Eastman Kodak con su Eastmancolor, y poco a poco el Technicolor
fue perdiendo protagonismo frente a sus competidores, más económicos y
eficientes a corto plazo.
La ingente cantidad de títulos a color
contrastaba con el cine en blanco y negro, circunscrito a un ámbito de autor y
bajo coste, ideal para las producciones que contaban con poco presupuesto. En
aquellos momentos la elección del blanco y negro no se debía a motivos
artísticos vinculados a la narración, sino que más bien era una cuestión de
ahorro. Ya pudimos leer en el número 1 de esta publicación cómo La noche de los muertos vivientes (George A.
Romero, 1968) se rodó en monocromo por el mismo motivo, pero no ha sido el
único caso de cine con modesta producción que posteriormente ha triunfado en
taquillas. Clerks (Kevin Smith, 1994)
es mucho más reciente y gozó del mismo efecto positivo en su posterior
recaudación en salas, no sin sufrir antes los avatares de un rodaje en blanco y
negro motivado por la escasez de un presupuesto que superó tímidamente los
30.000 dólares.
Pero las películas rentables no son el único motivo
por el que el cine monocromático ha sido una elección forzosa. La tecnología
provocó que, antes del Technicolor, fuera la única forma de expresarse
visualmente y, en algunos casos dignos de recordar, la ausencia de color dio
forma a movimientos culturales que crearon un estilo definido. El expresionismo
alemán es el mejor ejemplo de esta tendencia que, como respuesta a la
objetividad del impresionismo francés, se alzó con protagonismo en una sociedad
abatida, sometida a una terrible crisis económica, derrotada tras una Primera
Guerra Mundial que hundió en una profunda depresión a una Alemania que
necesitaba evadirse de la realidad. El
expresionismo se manifestó como corriente cultural en numerosas vertientes
artísticas, pero fue en el cine donde el uso del blanco y negro creó escuela
para directores posteriores. Su cine contrastado, de negros puros y rango
dinámico restringido, mostraba realidades deformadas, donde la iluminación
dura, sin difusores ni grises, se usaba como vehículo de expresión para las
historias. El Gabinete del Doctor
Caligari (1919, Robert Wiene) es la producción en la que se fundamenta el
inicio de esta corriente, pero creo que citaría a Nosferatu (Friedrich Murnau ,1921) como un exponente perfecto del
cine de terror y del uso del blanco y negro no sólo por obligación, sino como
medio enfatizador del guión. La fotografía de Nosferatu rompe con algunas
normas del expresionismo alemán, como el rodaje en exteriores que minimiza la
opresión y sensación claustrofóbica de otros ejemplos y encuadres, pero
volvemos a encontrar duros contrastes de luces y sombras, iluminación
sobreexpuesta en rostros que deforman las facciones y virados de fotogramas
para representar el día y la noche.
La obra de Murnau será recordada no sólo por la
que, probablemente, sea la mejor representación del mito del vampiro, sino por
formar parte de una corriente cultural que quiso subjetivizar la realidad
mediante negros profundos de lóbrega connotación y ambientes tétricos nacidos
de una pesadilla. Probablemente el expresionismo alemán pueda defender la
teoría de ser el pionero en aprovechar el monocromatismo en el cine como
elemento dinamizador de la historia.
Pero como todas las corrientes artísticas, el
expresionismo alemán se relajó en los últimos tiempos, fotografiando las
escenas con una gradación tonal menos contrastada que en los orígenes del
movimiento. La influencia de este estilo se dejó ver en producciones
posteriores, y un joven director de cine americano creó una obra maestra que,
bajo mi humilde opinión, puede ser la mejor demostración de dirección de
fotografía que he podido disfrutar en cine monocromo. Gregg Toland fue el
responsable, quien ya había sido galardonado con un Oscar en 1939 con Cumbres Borrascosas (William Wyler). El
director de fotografía encontró, poco antes de su temprana muerte, a un
original y atrevido realizador de cine, que no se regía por los planos
estáticos del cine convencional ni buscaba un montaje tradicional, que quería
innovar en el séptimo arte y que sería recordado por la adaptación radiofónica
de La Guerra de los Mundos, que aterrorizó a los ciudadanos neoyorquinos en
1939. El binomio Orson Welles-Gregg Toland funcionó con una perfecta sincronía
que bebió de la tradición del expresionismo alemán, con una fotografía
dramática en los pasajes de tensión emocional y mucho más suavizada durante la
infancia de Charles Foster Kane, el protagonista de la historia. Podría
exportar numerosos fotogramas de Ciudadano
Kane, como ejemplos perfectos de fotografía estática. La perfección de los
encuadres, las ventanas arrojando luz sobre una escena de clave baja, las
perspectivas angulares…Toda la dirección de Ciudadano
Kane está cuidada a un nivel extraordinario, con innovaciones tan
originales para la época como la profundidad de campo ampliada, con todos los
términos de la escena en perfecto foco, mostrando acciones de interés para el espectador.
La iluminación expresionista del segundo largo de Orson Welles produjo un cuórum
unánime en la crítica, aunque desgraciadamente no en taquilla, fracaso
provocado en parte por los intentos de boicot perpetrados por el protagonista
real de este biopic: William Hearst. A pesar de todo, Ciudadano Kane se ganó un puesto destacado en el pódium de la
historia del séptimo arte, y Orson Welles con ella. Una pena, dijo mi abuela
cuando vino a comer a su casa, que estuviera tan gordo el hombre. Sí, han leído
bien, pero esa es otra historia…
El cine en blanco y negro comenzó a caer en
desuso a partir de los años 70, y una ideología algo retrograda se sumó a su
progresiva desaparición con comentarios despectivos sobre la dudosa calidad del
arcaico cine monocromático, alejado del star system y de las superproducciones
hollywoodienses. Sin embargo, en 1974 un director especializado en comedia tuvo
la idea de crear un curioso remake de un clásico de terror, y pensó “qué mejor
forma de rememorarlo que filmándolo en blanco y negro”. No fue fácil, pero
Gerald Hirschfeld, el director de fotografía de El jovencito Frankestein (Mel Brooks, 1974), confió plenamente en el
director, quien le convenció para rodar sin color, a contracorriente de la
tendencia del momento. No fue fácil encontrar el laboratorio que revelara la
copia, tras más de seis años trabajando exclusivamente en color, pero
Hirschfeld hizo un trabajo excepcional, lleno de juegos de luces, con una
atmósfera de cine clásico perfectamente recreada, con niebla, tormenta, lluvia,
truenos y rayos, muchos rayos, naturales y artificiales en la creación del
monstruo superdotado. Tal fue el coste de la producción que Mel Brooks abandonó
la primera oferta de presupuesto, a sabiendas de que lo que tenía pensado la
superaría con creces. Estaba convencido de su idea, y ni siquiera le sedujo la
propuesta de Hirschfeld de rodar en monocromo la primera parte de la película.
Tenía claro lo que quería, hasta el punto de eliminar todas las novedades
tecnológicas del momento en cuanto a lentes, provocando unas imágenes
ligeramente borrosas, como el look de la época clásica. Homenaje y parodia en
la misma producción.
Seis años más tarde, tras el éxito incuestionable
de Rocky (John G. Avildsen, 1980),
Martin Scorsese tuvo la aparente mala idea de rodar una película sobre boxeo
que, inevitablemente, sería comparada con la recaudación de la película de
Silvester Stallone. No obstante, Scorsese y su inseparable De Niro tenían muy
claro que no querían que la historia de Jake LaMotta se pareciera en nada a la
del potro italiano. En términos de gaming, Rocky
sería el arcade para mí, mientras que Toro
Salvaje el simulador, más difícil de controlar y no apto para todos los
públicos. La elección de Scorsese fue el blanco y negro. El director apostó por
la ausencia de color por dos motivos: distinguir el producto de la competencia,
evitando las comparaciones con Rocky, y homenajear al cine clásico del que
Scorsese había bebido (personalmente me recuerda a La Ley del Silencio, de Elia Kazan, 1954). El director de
fotografía Michael Chapman hizo un magnífico trabajo en el que usó película
monocroma real, con una gradación tonal suave. La elección de fotografiar en
blanco negro en la producción evitando así el posterior trabajo en la edición
del film consiguió un look clásico gracias al soporte de Kodak, cuya emulsión
seguía siendo la misma de la década de los 60. Chapman juega con los
contraluces sólo en algunos pasajes de la película, los más oscuros de LaMotta,
pero aprovecha el color en las escenas grabadas en modo doméstico, otorgando
cierto valor documental a la historia.
La década de los 90 albergó otro ejemplo del
poder de seducción del blanco y negro, que a pesar de su escaso protagonismo en
la totalidad del cine rodado en aquel entonces pudo crear una obra galardonada
con 7 Óscar en 1994, y considerada una de las mejores producciones de Steven
Spielberg: La Lista de Schindler.
Janusz Kaminski, un habitual a partir de entonces en la filmografía del
americano, supo crear una ambientación natural, alejada de los artificios, y
que permite al espectador centrarse en la historia. El trabajo de Kaminski es
digno de recordar, y pocos Óscar técnicos habré compartido con tanta
convicción. Llama poderosamente la atención el uso del contraluz y la luz de
pelo que recorta al personaje del fondo en tantos encuadres. En algunos
momentos del metraje, la combinación de la luz de contra y la principal difusa
logra un efecto que recuerda a la iluminación Paramount de las divas (Bergman, Dietrich…),
pero en otras escenas la luz puntual y dramática recorta la mirada de un
personaje desolado por la terrible realidad de la historia. El blanco y negro
de La Lista de Schindler adquiere pleno sentido con la famosa niña del abrigo
rojo, cuya breve participación en la historia permite describir a la perfección
el horror del exterminio nazi.
El cine contemporáneo no deja de albergar producciones
rodadas en monocromo. Aunque el proceso artesanal es cada vez más caro y complejo,
los efectos digitales han permitido experimentos artificiales como Sin City (Robert Rodriguez, 2005), críticas
políticas como Buenas noches y buena
suerte (George Clooney, 2005), homenajes románticos como The Artist (Michel Hazanivicius, 2011), o
revisiones de géneros como Blancanieves
(2012, Pablo Berger). Será cada vez más complejo rodar con película en
blanco y negro, así como revelarla posteriormente. Con el cine ha ocurrido algo
similar a la fotografía: una tarjeta de 8 Gigabytes cuesta menos que un carrete
de 35mm de 24 exposiciones y almacena casi dos mil imágenes más. Habrá que
confiar en los avances de los softwares de edición y postproducción, como
Davinci Resolve, para que el blanco y negro sea tan real como el original.
El innegable atractivo del cine desaturado ha
provocado proyectos inversos, de extrema curiosidad para mi gusto, como Mad Max: Black and Chrome (George Miller,
2015) y Logan Noir (James Mangold,
2017), revisiones de dos éxitos recientes que los directores han querido
compartir en blanco y negro, convencidos de la sinergia entre diegésis y
fotografía monocromática. Estos experimentos cinematográficos desvelan la
discordancia entre la vertiente comercial de una película y la creativa del
realizador, y auguran al mismo tiempo un futuro razonablemente halagüeño para
el blanco y negro, no hace mucho considerado como obsoleto y usado como excusa
directa para rechazar auténticas obras maestras del séptimo arte.
Ojalá Pumares vuelva a “Polvo de Estrellas” algún
día, y ojalá alguien llame para declarar su más profundo odio hacia las
películas coloreadas como Logan…habrá un incómodo silencio y breves segundos
después, se desatará el Apocalipsis.
Rafa Lázaro
Pumares era un crack.
ResponderEliminarLa cuenta he perdido de las veces que explicó qué puñetas era el monolito de 2001: Space Oddity. ¿Tan difícil resulta comprender que una raza alienígena de marmolistas los dejase diseminados por el cosmos como muestrario? El zumbido era lógicamente la información de contacto.
Verdaderamente, Pumares tenía razón: cuando David Bowman entra en la sala decorada estilo Luis XVI las voces que se oyen son las del contratista y los albañiles, discutiendo si mencionarle los sobrecostes o no. Al final no.
En la siguiente escena han pasado como 50 años porque no lograban adquirir la cédula de habitabilidad del inmueble. Y luego, ya en su lecho de muerte y oliéndose la tostada, el marmolista le vuelve a poner delante otro monolito por si quiere el panteón de ese material o tal vez mezclando con un poquito de pladur, que no da el mismo efecto pero que es más agradecido al bolsillo.
Obviamente, Bowman se decanta por el pladur, porque está ahorrando para la cirugía rejuvenecedora, que, claro está, en ese estado de evolución tecnológica futura no consiste en estirarse la piel como la madre del protagonista de Brazil, sino en transplantar tu cerebro a otro cuerpo.
Cuánta razón ostentaba Pumares al decir que en esa escena final se barruntaba cierto neorrealismo Camusiano en tanto que Bowman se descubre suspendido en el espacio con su cerebro transplantado al cuerpo de un bebé gigantesco, de tamaño planetario, y claro, ojiplático entiende que el coste de los pañales sobrepasará con creces los intereses de su plan de pensiones privado intergaláctico.
¿Diríamos que la inmortal obra Kubrikense antecede los debenires socioeconómicos actuales y augura una debacle neoliberal de indefensa senectud?
Nunca lo sabremos, porque para entonces Carlos ya había colgado mi llamada, prendido fuego al estudio de Antena 3 Radio y huido a Ciguatanejo a ser libre...
Gracias por tus apasionadas palabras y desgarrador testimonio :)
EliminarEl caso es que tu forma de redactar me resulta muy familiar...